La rueda del hámster

 
Ilustración: arte conceptual de We Came As Romans

Siempre he vivido deprisa. Podría echarle la culpa a la sociedad acelerada en la que vivimos o a mi puesto de trabajo —que requiere de una gran agilidad mental, resistencia física y un gran nivel de estrés—, así lo he estado haciendo durante toda mi vida —que no son pocos años—; me quejaba de tener que ir siempre corriendo detrás de autobuses, taxis, metros o trenes para poder llegar a tiempo de fichar. Una vez en el trabajo me quejaba de tener que dar el doscientos por cien de mi capacidad física y mental para dar la talla y que no decidiesen cambiarme por un chaval mucho más joven y en mejor forma física, de tener que comer comida directamente de un taper recalentada en el microondas en tan solo veinte minutos, y una vez finalizada mi jornada laboral, rebobinar el recorrido —trenes, metros, taxis o autobuses—, para poder llegar a mi casa, dadme una ducha rápida y cenar cualquier porquería antes de tener que acostarme y empezar de nuevo en ese eterno día de la marmota, como un pobre hámster corriendo dentro de una rueda sin llegar nunca a ningún sitio —todos y todas sabéis de lo que hablo ¿Verdad?—. Nunca tengo tiempo para mí, esa siempre ha sido mi queja, necesito tiempo para descansar, desconectarme del trabajo y poder ser yo mismo, con esa cantinela me fustigaba día tras día mientras me dedicaba a todas esas obligaciones que tanto odiaba y que me resultaba imposible deshacerme de ellas. ¿Pero qué pasaba cuando por fin podía tener ese tiempo libre que tanto ansiaba? ¿Qué ocurría cuando llegaba el periodo vacacional o esos días libres que la empres me debía por acumulación de horas extras? Pues ocurría lo de siempre, lo que nos ocurre a todos en estos casos, que no sabía disfrutar de ese tiempo libre, quería hacer tantas cosas que al final acababa más estresado que cuando estaba en el trabajo; había tantos sitios a los que ir, tantos centros comerciales por visitar, tantas tiendas en las que gastarme el dinero en cosas que no necesitaba o tantas películas y series por mirar que antes de darme cuenta, ya estaba preparando la mochila para ir a trabajar al día siguiente mientras soltaba espumarajos por la boca maldiciéndome por no haber decidido hacer otras actividades distintas a las que había hecho, o haber dormido más, comido más, comprado más o perder más tiempo enganchado en las redes sociales o pegado al televisor.
   Hasta aquí no he contado nada que no conozcáis ¿Verdad? Solo me he dedicado a describir una vida normal, ya sea la mía, la tuya o la de ese vecino con obsesión enfermiza por el taladro. Pero un día ya no pude más, no es que entrara en depresión profunda o decidiera tirarme al río con los bolsillos llenos de piedras, sencillamente me cansé de correr intentando llegar a ese lugar que ni tan siquiera sabía donde estaba. Fue entonces cuando escuché una voz que me preguntó ¿Qué coño estás haciendo? ¿Por qué no te paras, te sientas y respiras? Durante algún tiempo intenté ignorar esa voz, porque seamos sinceros, la gente cuerda no va escuchando voces en su cabeza, pero mientras corría para llevar a mi hija al colegio, o corría para coger el tren, o corría en el trabajo para llegar a ser el mejor de los mejores por encima de mis compañeros o corría para llegar a la playa y poder poner la toalla en primera línea de mar, esa voz sonaba una y otra vez rebotando contra las paredes internas de mi cabeza ¿Por qué no te paras, te sientas y respiras? Y un día eso es lo que hice, sencillamente me paré, me senté y respiré. Y allí quieto, sentado en el suelo en plena soledad descubrí que esa era la única manera natural de dedicarme tiempo a mí mismo, de ser realmente consciente del momento presente, sin pensar en todas las cosas que debería hacer y en todas las que se me quedaron en el tintero, respiras y estas aquí, espiras y es ahora, tan sencillo como eso.
   Te preguntarás de quien era esa voz que escuchaba dentro de mi cabeza ¿Acaso padezco alguna clase de trastorno de la personalidad o alguna otro tipo de enfermedad mental parecida? No. Como diría el Lama Dzogchen Ponlop Rimpoché, esa voz era la de mi Buda rebelde. Así que si alguna vez —cuando creas que ya no puedes más, que el estrés va a provocarte un infarto o estés a punto del agotamiento físico y mental extremo— escuchas una voz susurrándote algo en tu interior, no te asustes, no vayas corriendo a tu psicólogo ni pidas ingresarte voluntariamente en un psiquiátrico, tal vez solo sea la voz de tu Buda rebelde que quiere preguntarte ¿Por qué no te paras, te sientas y respiras?

Yo soy Juan, y a mi Buda rebelde he decidido llamarlo Dôgen; y este es nuestro rincón de pensar.