En mitá del to

Artista desconocido

De joven era una de esas personas radicales que no respetaba otra opinión que no fuera igual que la mía. Todo lo que contrastaba con mi forma de vivir o ver la vida lo consideraba erróneo, y no podía comprender como el resto de personas podían ser tan ridículas de no darse cuenta de estar equivocadas. Si no eras o pensabas como yo, eso quería decir que estabas contra mí, convirtiéndote automáticamente en el peor de mis enemigos; alimentando de este modo el odio y la ignorancia que a veces tan orgullosos nos sentimos de poseer. Ahora tiro de memoria para recordar aquellos años y no puedo evitar que mis labios esbocen una sonrisa al recordar a aquel chaval enfadado con el mundo que se creía el guardián de la verdad absoluta. Es lo que tiene la juventud, sobre todo en sus comienzos, te vuelves un ser impulsivo, un habitante de uno de los extremos y odiador compulsivo de los seres que habitan en la otra punta. Pero por desgracia el mundo se mueve de esta manera, individuos odiando a individuos, colectivos odiando a colectivos... Pero la radicalidad no solo es esto, también en nuestra forma de vivir nos agarramos a los extremos como a un clavo ardiendo; nos esforzamos hasta la saciedad por vivir entre los más exquisitos de los placeres, o en ir siempre a la última moda, o nos torturamos porque con nuestro sueldo no nos podemos permitir según que lujos o caprichos; porque o tenemos lo más caro que exista en el mercado o nos amargamos porque nos hemos tenido que conformar con algo mucho más barato, y esto nos impide valorar lo que tenemos. A tal punto llega la cosa, que cada vez que alguien me dice que la Tierra es redonda, yo le contesto: Imposible, si está llena de extremos. Si seguimos buscando radicalidades no pararíamos en todo el día, así que os dejo aquí un espacio detrás de los puntos suspensivos para que apuntéis vosotros las vuestras y os podáis sentir identificados ...
   Una de las cosas que más me alegro que me haya enseñado el budismo ha sido el alejarme de toda radicalidad y aprender a ver toda esa inmensa escala de grises que existe en el largo camino que hay entre el negro y el blanco. Esto en la filosofía budista se llama El camino medio, y según cuenta la historia, lo descubrió Siddhārtha Gautama —el Buda histórico— cuando, realizando las prácticas ascéticas más radicales, llego al borde de la muerte. El príncipe Siddhārtha fue criado por su padre, el rey Sudodana, encerrado en su palacio, rodeado de placeres e ignorante de todo lo que sucedía al otro lado de los muros; pues el rey quería que su hijo fuera su sucesor en el trono y no un monje como los oráculos habían profetizado que sería. Pero la curiosidad por querer conocer el mundo más allá de esos muros hizo que el príncipe Siddhārtha saliera del palacio, y fue entonces cuando, en uno de esos paseos, Siddhārtha puedo ver a personas que sufren vejez, enfermedad o muerte —pues el rey siempre había ordenado que su hijo estuviera rodeado, a todas horas, de personas jóvenes y sanas; de esta manera el príncipe vivía ignorante sobre la muerte—. En esos paseos —conocidos como Los cuatro encuentros— también puede ver a un asceta; entonces, impresionado por el sufrimiento que embarga al ser humano, decide abandonar la vida lujosa del palacio y practicar el ascetismo hasta encontrar la solución para acabar con el sufrimiento. Como he dicho antes, Siddhārtha llega a radicalizar tanto las prácticas ascetas, que está a punto de morir. En ese momento de la historia, se dice que una niña le ofreció algo de comer que Siddhārtha aceptó, entonces escuchó a un profesor de música explicarle a un alumno que si tensaba mucho la cuerda del sitar, esta se rompería, pero que si la dejaba demasiado floja, el instrumento no sonaría bien. Había pasado de vivir en la más lujosa de las vidas imaginable, a sufrir una autentica pobreza voluntaria y maltratar su cuerpo con prácticas ascéticas casi suicidas. Es entonces cuando Siddhārtha entiende que la sabiduría no se encuentra en ninguno de los extremos, sino en el equilibrio y la armonía que existe entre ambos —como la cuerda del sitar—. A esto lo llamó El camino medio, o como diría mi abuela con su acento malagueño: Estar en mitá del tó.

Con el paso de los años, y por suerte, he dejado de ser aquel chaval cabezota e impulsivo y he podido aprender que del punto donde se sostienen mis pies al otro extremo, existe una línea que puedo recorrer hacia atrás o hacia adelante, y que al hacerlo se abre ante mí todo un abanico de distintas tonalidades de grises, aparte de una infinita gama de distintos colores.