Gotas de vino rancio


Ilustración del libro Historia de Ruth y Noemi de Mila Rabinovich

Desde que me fui a vivir con mi mujer, siempre lo hemos hecho en pisos de alquiler. Recuerdo que el primer piso que compartimos era uno pequeño y acogedor en la Barcelona ciudad; allí vivimos un coto periodo de tiempo hasta que decidimos mudarnos a un pueblo costero a cincuenta kilómetros de la gran urbe. La verdad es que por aquella época no nos costó mucho encontrar piso, bueno, tampoco es que nos matáramos a buscar, me parece que nos quedemos con el segundo que vimos; este era un piso bastante grande, luminoso y con bastante espacio. Nos instalemos en aquella nuestra nueva vivienda y comenzamos a vivir lo que era nuestra vida, una vida de lo más normal y corriente, como la de cualquier hijo de vecino. Éramos muy felices en aquel piso, y nos acostumbramos tanto a él y los años pasaban tan rápido, que pensábamos que nos íbamos a quedar viviendo en él toda la vida. Pero como en todas las buenas novelas, la trama tiene que dar un giro de guion en el omento menos sospechado para
crear suspense, y nuestra vida no iba a ser menos que una novela, así que un buen día, a los seis años de estar instalados en aquel piso y acercándose la fecha para la renovación del contrato de arrendamiento, la propietaria se puso en contacto con nosotros para comunicarnos que su hija se acababa de divorciar y necesitaba una vivienda, así que no nos iba a renovar el contrato, y nos pedía muy amablemente que nos buscáramos la vida para dejar libre el piso en el menor tiempo posible. La noticia nos cayó como un jarro de agua fría en una mañana de diciembre, pero como padres que éramos nosotros también, entendíamos la situación de la propietaria del piso, nosotros tampoco hubiéramos dejado en la estacada a ninguno de nuestros hijos. 
   Un mañana salimos a dar vueltas por el pueblo para ir pidiendo cajas de cartón por los comercios para ir empaquetando nuestras cosas. Una vez tuvimos las que creíamos que iban a ser las suficientes, nos dispusimos a comenzar a llenarlas, con la insólita sorpresa de que cuando ya las teníamos todas llenas, no habíamos empaquetado ni una pequeña parte de todas las cosas que poseíamos. No le dimos importancia y al otro día volvimos a salir, con nuestra mejor de las sonrisas a por otro cargamento de cajas vacías por cortesía de los comerciantes locales, y como un inesperado dejá vú, volvió a ocurrir lo mismo. Ya teníamos un montón de cajas que casi llegaba hasta el techo y todavía no habíamos empaquetado ni la mitad. Esta situación se fue repitiendo durante varios días, y cuando por fin conseguimos empaquetarlo todo, las cajas se amontonaban a lo largo del pasillo, en el comedor y en la cocina y en las otras dos habitaciones. Se me ha olvidado comentaros que, como la primera vez encontremos piso enseguida, nos confiemos y aunque la propietaria nos había dado tres meses de plazo, lo empaquetemos todo en la primera semana pensando que en unos días ya estaríamos instalados en una nueva vivienda, pero la verdad es que tardamos tres meses en encontrar piso —no nos alquilaron uno hasta el último día que teníamos de plazo—; eso quiere decir que estuvimos viviendo rodeados de montones de cajas por todas partes, el estrés que esa situación nos producía estaba acabando con nuestra paciencia, nuestra moral y cada día que pasaba nuestra personalidad se agriaba y oscurecía como las últimas gotas de vino dentro de una botella en el vertedero de basura. Vivir en aquellas condiciones empezó a enloquecerme, no había espacio, no podía ir de un lugar a otro de la casa sin tropezarme con algún bulto, mirase a donde mirase, solo veía cajas y más cajas, y lo peor de todo, es qué no sabía que había dentro de ellas, solo sabía que todo aquello era nuestro, todo aquel montón de basura era el resultado de ir comprando y acumulando cosas indiscriminadamente a lo largo de los años.  Un piso más grande, pues más lugar donde meter, llenar y almacenar. 
   Fue entonces cuando decidí que no podía seguir viviendo así, y sobre todo, que no podía seguir cometiendo aquel error de ir acumulando cosas sin ton ni son. Cuando por fin nos pudimos mudar, tuvimos la suerte que justo al lado de nuestra nueva casa, mis suegros tenían un local, así que lo que hicimos fue meter todas las cajas allí, y después de montar todos los muebles —solo aquellos que realmente necesitábamos y cumplían una función— fuimos subiendo a casa las cosas que nos eran realmente útiles, dejando en el local todo aquello que no necesitábamos. Como todas las cajas estaban etiquetadas —baño, cocina, etc.—, no nos costó encontrar las cosas que necesitábamos, dejando en el local cajas y cajas llenas de cosas que ni sabíamos que teníamos y mucho menos necesitábamos. Al poco tiempo de estar allí viviendo, en nuestra casa solo estaban las cosas imprescindibles, las demás cosas, como no las echamos en falta —aun hoy en día no sé que había en el interior de todas aquellas cajas—, decidimos deshacernos de ellas. Lo primero que hicimos fue tirar todo aquello que no servía para nada, ya fuera a nosotros o a otra persona, eso nos hizo deshacernos de la mayor parte de las cajas, muchas de ellas se fueron a la basura sin tan siquiera volver a mirar lo que había dentro. Después, con todo lo que podía ser útil —pero no a nosotros— lo fuimos regalando a personas que lo necesitaban o que podían darle un buen uso. A partir de entonces intentamos vivir con el menor número de cosas inútiles posible, y antes de comprar algo, nos lo pensamos dos veces, y si realmente no lo necesitamos, pues seguimos viviendo sin ello; con esto hemos conseguido llevar una vida mucho más simple, nuestra casa se ve mucho más limpia y ordenada, nuestra mente está mucho más despejada y las mudanzas no han vuelto a ser una verdadera locura como la de aquella vez.