Apego al desapego o cómo desapegarse del apego (3)

Ilustración de Nexos


Pero no solo se sufre el apego con las personas o las cosas; los largos y pegajosos tentáculos del apego son capaces de atraparnos también con los sentimientos. Sí sentimos alegría por algo, queremos que esa sensación no termine nunca, nos aferramos a ella con todas nuestras fuerzas hasta hacer sangrar a nuestros dedos, y cuando esta sensación se esfuma, sufrimos hasta que volvemos a sentirla de nuevo. Lo mismo pasa con el enojo, si algo o alguien nos hace enfadar, nos aferramos a esa sensación; si por ejemplo ha sido una discusión con alguien, recordamos una y otra vez lo que ha pasado, nos imaginamos que podríamos haberle contestado a sus réplicas o qué cosas podríamos haberle echado en cara para causarle más daño; contamos la anécdota a todo aquel que se cruce en nuestro camino —aunque no le importe ni lo más mínimo o ya tenga suficiente con sus propios problemas—, y a la vez vamos exagerando los hechos hasta que la imagen que nos creamos en nuestra mente de lo sucedido no tiene nada que ver con la realidad, y esto nos tortura día y noche hasta que otro sentimiento —ya sea amor, odio, deseo, avaricia, envidia...— nos aborde y oprima por completo porque para nosotros, lo normal es aferrarnos a ellos en vez de dejarlos ir como realmente sería lo natural.
   Dejad que os cuente otra de mis historias. Una vez, estando en el trabajo, tuve una discusión con uno de mis compañeros. La verdad es que nunca antes habíamos discutido por nada y ya ni si quiera recuerdo cual fue el tema por el que nos acalorarnos tanto entre nosotros que acabamos gritándonos e insultándonos hasta que llegó el jefe —junto con el resto de compañeros de trabajo que no daban crédito al espectáculo que estábamos dando— y dio por terminada la discusión. El resto de la jornada se me hizo interminable, pues había acumulado tal nivel de odio y rabia por mi compañero, que el mero hecho de tenerlo cerca me repugnaba. Conforme pasaba el tiempo los días se fueron convirtiendo en insufribles; cuando estaba en mi casa, no podía dejar de pensar en todas las cosas que me había dicho, su voz resonaba en mi cabeza una y otra vez. Si me encontraba con algún amigo, familiar u otro compañero de trabajo que no se había enterado, le contaba con todo detalle la discusión que habíamos tenido —claro, que en mi versión siempre era yo la víctima y mi compañero el malo más malo jamás imaginado—; por las noches no podía parar de pensar en aquello y daba vueltas y vueltas en la cama, alimentando el odio y la ansiedad hasta que sonaba el despertador y tenía que volver al trabajo, lo cual empeoraba mi estado de nerviosismo, pues tener que estar junto a él toda aquella cantidad de horas me torturaba hasta la saciedad. El resto de mis compañeros me decían que lo dejara estar, que había sido una simple discusión y que no valía la pena seguir enfadados de aquella manera por una tontería, y aunque yo sabía que tenían razón, no podía librarme de aquel sentimiento de odio, porque me había apegado tanto a él, que había pasado a formar parte de mí, hasta tal punto, que pasaron los años y aquel compañero y yo seguimos sin dirigirnos la palabra y poniéndonos verdes el uno al otro en cuanto teníamos la oportunidad. Por culpa de apegarme a aquel sentimiento, por alimentar el odio y el orgullo, perdí la amistad de una persona que nunca me había hecho nada malo y que había sido mi amigo hasta el día de la discusión. A día de hoy y pasados ya bastantes años, he tenido la oportunidad de pensar con más calma en lo sucedido aquel día, y me entristece haber averiguado que si en vez de aferrarme a aquellos sentimientos negativos, me hubiera parado solo unos minutos en pensar racionalmente en lo sucedido, habría sido capaz de perdonar e intentar ser perdonado, pero el apego por todos aquellos sentimientos negativos —incluso llegó un momento en el que me sentía bien y me gustaba sentirlos— me convirtió en una bestia incapaz de razonar.
   Si por casualidad estás leyendo esto, perdón, fui un capullo.

Esto que hemos ido hablando estas semanas ha sido solo un pequeño ejemplo de lo que entendemos por apego y lo que realmente es. Si os paráis a pensarlo un rato, seguro que en alguna de estas situaciones —u otra parecida— os podéis llegar a sentir identificados, y eso es bueno, pues ser consciente de algo da la opción a poder cambiarlo, siempre que estemos dispuestos a esforzarnos lo suficiente y no morir en el intento.