La concentración del pedazo sin tallar

En ocasiones sucede que al sentarnos a meditar nos resulta imposible mantener la atención en nuestra respiración. También ocurre que muchas veces nos da la sensación de que nuestra práctica no avanza, que en vez de ser cada vez más expertos en el arte de la meditación, vamos para atrás cual guijarro rodando por una pendiente, es en ese momento cuando la frustración hace su puesta en escena y la mayoría de las veces acabamos tirando la toalla. Muchas veces encontramos múltiples escusas a las cuales culpar de nuestro fracaso: el estrés, la falta de tiempo… Otras buscamos soluciones para que nuestra práctica mejore, y con mucho acierto intentamos encontrar un maestro o Dojo zen donde puedan enseñarnos a practicar zazen correctamente, pero en esta interminable lista de “a veces” o “sucede”, también muchas veces, incluso con la ayuda de alguien mucho más experimentado que nosotros, ocurre que sigue costándonos avanzar en la práctica; en estos casos suele ser por la intencionalidad con la que
meditamos, pues solemos hacerlo en busca de una gratificación o recompensa: eliminar la ansiedad, conocernos a nosotros mismos, exterminar nuestro ego, encontrar el Satori o qué demonios, flotar por los aires como las notas musicales de una canción de Pink Floyd. Pero normalmente un alto porcentaje de las veces —por no decir el cien por cien— suele tener la culpa nuestra poca capacidad de mantener la concentración.
El impedimento para concentrarnos correctamente, o llevado a un grado superior, la falta completa de concentración, es uno de los mayores problemas que azota las sociedades modernas y al que menos caso o gravedad se le da. Si nos remontamos a los primeros siglos de la vida humana en el planeta, el señor Paleolítico tenía que mantener toda su concentración en la presa a la que iba a cazar para alimentar a su clan —o para no convertirse él en el cazado— mientras que la señora Paleolítico se veía obligada en mantener su concentración en ruidos y movimientos cercanos a su vivienda para estar así preparada para un posible ataque de cualquier bestia que quisiera darse un festín con ella y su descendencia. Pero conforme la raza humana ha ido evolucionando, se le ha ido exigiendo cada vez más a esa capacidad de concentración hasta llegar a hoy día. Vivimos en una sociedad en la que cada vez se nos exige más, debemos darlo todo de nosotros mismos; no hay margen para el descanso o el error. Gracias a esta actitud hemos creado la expresión “Multitarea”, y a parte de crearla, la hemos elevado tanto en nuestro rancking de valores, que ha terminado por convertirse en la nueva esclavitud del siglo XXI. Nos obligamos a nosotros mismos a convertirnos en ordenadores vivientes capaces de llevar a los niños al colegio de una mano, mientras que en la otra contestamos e-mails del trabajo y chateamos con nuestros mejores amigos. Esta forma de vida obliga a nuestro cerebro a tener que dedicar cada vez menos concentración a cada cosa que hace, pues debe dosificar esa concentración en más tareas que nos creemos capaces de realizar a la vez —craso error, pues ni siquiera los ordenadores son capaces de ejecutar varios programas de golpe, se dedican a ir saltando de uno a otro, con la única diferencia entre ellos y nuestro cerebro, que los ordenadores pueden realizar estos saltos mucho más rápido—.
   Las nuevas tecnologías no nos han ayudado mucho en esto, y esos ordenadores que un día se crearon con la intención de ayudarnos en nuestros trabajos para poder ir así un poco más desahogados, han terminado por convertirse en verdaderos tiranos que, bajo la nueva moda del “teletrabajo”, nos hacen poder seguir trabajando desde casa, en nuestras supuestas horas de descanso, mientras bañamos a los niños, ponemos lavadoras, cocinamos la cena y nos preparamos para volver al trabajo al día siguiente. Pero… ¿Solo tiene la culpa el mundo laboral de nuestra incapacidad de concentración? La verdad es que no, pues como suele decirse, el ser humano es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra. ¿Qué quiero decir con ésto? Pues que no teniendo suficiente con que las nuevas tecnologías nos controlen en el trabajo, hemos decidido llenar nuestras vidas de móviles, tablets, portátiles, televisores “inteligentes” y toda una red de plataformas televisivas de entretenimiento que nos tienen ocupados en nuestro supuesto tiempo de ocio. Ya no sabemos vivir sin comunicarnos constantemente por Wathsaap, mientras intentamos mirar compulsivamente capítulo tras capítulo de nuestras series favoritas y nos hacemos cientos de fotografías para publicarlas en nuestras redes sociales preferidas —que suelen ser más de una, aunque en todas ellas nos sigan las mismas personas—. ¿Pero creéis que con esto hemos terminado? Ni mucho menos, pues en este mundo existe algo que necesita de toda esa capacidad de concentración de la que cada vez tenemos menos, y son los niños. Los niños necesitan de toda nuestra atención para criarse, pero los adultos no nos podemos permitir ese lujo hoy en día, ello supondría tener que hacer menos horas extras en el trabajo, no poder mirar en Instagram las fotos del hotel donde ha pasado sus vacaciones ese vecino con el que nunca hablamos o perdernos el último capítulo de The walking dead, así que no dudamos ni un minuto en ponerles un dispositivo móvil entre las manos a nuestros hijos pequeños o sentarlos horas y horas delante del televisor; mientras estos tengan la nariz pegada a una pantalla, no exigirán nuestra atención, dándonos ese descanso que necesitamos para poder terminar todo el trabajo que nos ha quedado por hacer en la oficina o abrir YouTube y guardar en “ver más tarde” todos esos tutoriales que nos enseñan ha hacer cosas que no haremos jamás por nuestra falta de tiempo e incapacidad para concentrarnos. Cada día son más los niños —y cada vez a más temprana edad— que se vuelven adictos a las nuevas tecnologías, con los problemas que ello conlleva: Problemas de aprendizaje, TDA —Trastorno de Déficit de Atención—, hiperactividad, insomnio, estrés, ansiedad intolerancia a la frustración, actitudes violentas y un larguísimo etcétera.
   Llegados a este punto del artículo, permitidme que os lance una pregunta: ¿Vamos a permitir que las nuevas tecnologías nos hagan eso a nosotros mismos y a nuestros hijos? ¡Pues claro que no! Así que salgamos todos ahora mismo a la calle, y en multitudinaria manifestación gritemos: ¡Muerte a las nuevas tecnologías!… Pero permitidme que os lance otra pregunta: ¿Son realmente tan maliciosas las nuevas tecnologías? Recordad que en su día se dijo lo mismo de la televisión, de la radio, del cine, del teatro, y asombrosamente, hasta de la literatura y sus libros. Lo malicioso no son las nuevas tecnologías, sino el mal uso que estamos dando de ellas. Recordad esa historia que cuenta como el maestro le decía al alumno que si apretaba poco la cuerda del laúd, este desafinaría, pero que si la apretaba mucho, la cuerda se partiría, encontrando la solución en tensarla justo lo necesario para que sonara bien. Gracias a esta historia se dice que Buda entendió lo que él luego enseñó como “El camino medio”; y puede que lo que realmente necesitemos para volver a recuperar nuestra capacidad de concentración no sea mas que empezar a aprender a hacer las cosas de una en una, en encontrar el equilibrio, a dedicarle a todo la concentración y la atención que se merece, a no dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy, pero no martirizarnos si algo nos queda por hacer para mañana. Quizá para conseguir esto tengamos que desaprender unas cuantas cosas de esas que hemos aprendido y nada nos aportan, o a lo mejor esforzarnos en deshacernos de muchos vicios y malas ideas impuestas por una sociedad cada día mas acelerada y menos humana, pero como dijo Lao Tze en el Tao Te Ching: “Hay que volver a ser el pedazo sin tallar”, y tal vez en ese pedazo sin tallar volvamos a encontrar nuestra capacidad de concentración.