El síndrome de Mazinger Z

 

Collage de Juan Cabezuelo



Desde mi más tierna infancia siempre me he considerado un apasionado de los dibujos animados de Mazinger Z. Recuerdo aquellas maravillosas tardes, sentado frente al televisor, sin ni siquiera pestañear para no perderme ni un segundo de mi serie favorita. He de reconocer que mis primeros sentimientos de envidia a esa edad fueron hacia Kõji Kabuto; aquel muchacho tenía el privilegio de poder montarse en Mazinger Z y pilotarlo a su antojo. Yo soñaba día y noche que me subía a aquella pequeña nave, la hacía despegar y la aterrizaba en la cabeza de Mazinger, entonces lo movía a mi libre albedrío y vivía mil aventuras con él, luchando contra los malvados o haciendo volar sus puños por el cielo.
   Una de las cosas que más me llamaba la atención de la serie era cómo, en el momento en que Kõji se acoplaba a Mazinger, este adquiría una especie de vida propia, incluso parecía que aquel espectacular robot, que no era más que un montón de metal y maquinaria, tenía sentimientos e incluso sentía dolor
por los golpes recibidos en los combates que mantenía con sus enemigos, o que sentía amor romántico por Afrodita A —pilotada por Sayaka Yumi—. Con el tiempo y la edad, pude comprender que Mazinger no podía tener sentimientos, ya que como he mencionado antes, no era más que un objeto inanimado, y esa conducta humana que adquiría al ser pilotado no era más que la representación dramática de los sentimientos que tenía en ese preciso momento su piloto Kõji Kabuto. Entonces se puede decir que Kõji, en el momento de aterrizar su pequeño habitáculo en la cabeza de Mazinger, se convertía en su mente, o aún más, Kõji Kabuto era el “yo” de Mazinger Z.
   Confesaré que hace mucho que no veo un capítulo de Mazinger Z, pero gracias a crecer viendo esta serie de televisión y conforme mi pensamiento se iba volviendo más adulto y racional, se despertó en mí el interés por eso que llamamos “nuestro yo”, a la par de toda su complejidad sobre su existencia o inexistencia.

Con esta simpática introducción pretendo introduciros al fantástico y estrambótico mundo del “yo”, o dicho de una forma un poco más cómica y televisiva: El “yo”, ese gran desconocido.
   Que todos existimos es una verdad indiscutible, podemos tocarnos, sentir cómo el viento nos mueve el cabello, mirar nuestro reflejo en un espejo o notar cómo evacuamos nuestras deposiciones sentados en el inodoro. Según la idea de la vacuidad, todos existimos, pero a la vez no lo hacemos, pues nada en este mundo tiene una existencia intrínseca, sino todo lo contrario, nuestra existencia como seres vivos, al igual que la existencia de todo lo que nos rodea se debe a la interdependencia de miles de cosa, personas, actos y situaciones. Para entenderlo mejor, pondré el ejemplo que muestra Khenchen Sherab Rimpoche en su comentario en el Sutra del corazón a la frase “La forma es el vacío”. En este comentario el Lama dice: “Si se intenta desmenuzar una forma en sus ínfimos átomos, se perderá la forma y esta ya no será reconocible como lo que era al principio”. Entendiendo esto, también podemos aplicarlo a lo que concebimos como nuestro “yo”.
   ¿Pero qué entendemos por nuestro “yo”? Todo ser humano jamás pone en duda su existencia, eso sería un craso error, pero un craso error también lo es el pretender forzar ese sentido de la realidad otorgándole una existencia intrínseca a lo que percibimos como nuestro “yo”. Este “yo” lo vamos creando desde el mismo momento del nacimiento; así, con la primera impresión de la palmada en el culo que nos da el doctor en cuanto nos saca del útero materno, vamos dando forma a lo que en el futuro será nuestro “yo”.
   El “yo” no es más que una construcción, una simple creación de nuestra mente; se crea a partir de la falsa imagen que vamos adoptando de nosotros mismos a lo largo de nuestra vida y la frontera mental que creamos entre nosotros y todo lo que no somos nosotros. El problema viene cuando a ese cúmulo de sentimientos y reacciones a estímulos externos le damos una existencia sólida, creando así lo que es el ego, y acabamos viéndonos a nosotros mismos como a un Mazinger Z pilotado por nuestro “yo”. Si vamos observando nuestras partes del cuerpo de una en una, nos damos cuenta de que en ninguna de ellas encontramos nuestro “yo”: mi “yo” no está en uno de mis dedos, ni en uno de mis dientes, ni en un ojo, ni tripas ni aparato reproductor o respiratorio; y si volvemos a juntar todas esas partes para volver a crear nuestro cuerpo, tampoco encontramos a nuestro “yo” en él. El maestro Zen Dokushõ Villalva nos enseña en su artículo ¿Qué es el yo?: “Algunos creen que el “yo” está en la cabeza, piensan que solo puede estar ahí […] sin embargo cuando enferman de la cabeza y se vuelven locos, continúan existiendo. […] ¿En el corazón? ¿Y qué pasa a aquellos que se les ha trasplantado el corazón de una persona muerta? ¿Les trasplantan junto al corazón el “yo” de otra persona?”. Y es que al cosificarlo y darle una existencia —la que creemos que es intrínseca e individual a todo lo demás— hemos creado la dualidad entre nuestro “yo” y nuestras partes físicas, o por decirlo de otra manera, le hemos dado vida a nuestro propio Kõji Kabuto. Pero yendo más allá, lo ascendemos a dictador absoluto de esta república bananera que son nuestras partes físicas y mentales. También creamos de esta manera la dualidad entre nosotros y el resto de personas, pero esta dualidad no tiene porqué ser algo negativo si se comprende y entiende, todos somos distintos unos de otros, somos perfectas obras de arte únicas y originales. El maestro Dôgen decía a esto: “Yo no soy los demás”.

Según las palabras del XIV Dalái Lama: “El sufrimiento o felicidad que experimentamos es un reflejo del nivel de distorsión o claridad con que nos vemos a nosotros mismos y al mundo”. Con esto Tenzin Gyatso quiere decir que cuanto más valor le damos a ese yo imaginario e irreal y más nos aferremos a él, le estamos abriendo la puerta a nuestro propio sufrimiento, pues del apego a este “yo” inexistente surge el apego a todo lo que creemos que es de nuestra propiedad: mi casa, mi pareja, mis hijos, mi mascota… También la sensación, por ejemplo: “Yo tengo hambre” contribuye a la cosificación y solidificación de nuestro “yo” irreal, siendo esta una ferviente base para todas nuestras experiencias de aflicción; parafraseando al filósofo alemán Johann Gottlieb Fitche: “La cosificación concede a las cosas un poder del que carecían si el “yo” permaneciera consciente de sí mismo”.
   Pero entonces, si este “yo” no existe, si es pura falacia, una mentira piadosa para soportar mejor nuestra existencia o una cruel injuria, como el espejismo de un oasis verde y húmedo para alguien perdido en un árido desierto, ¿eso quiere decir que no existimos en realidad? ¿Qué es eso de que todos existimos es una verdad indiscutible, de que todo eso que comentábamos al principio de que podemos tocarnos, sentir el viento movernos el cabello, mirar nuestro reflejo en un espejo o sentir como evacuamos nuestras deposiciones sentados en el inodoro es mentira? La respuesta es no, pero no un no cualquiera, es un no en mayúsculas; NO.
   ¿Recordáis eso que hemos dicho al principio de que todo ser humano jamás pone en duda su propia existencia? Pues sumerjámonos un poco más en las profundas aguas del tema.
   Existimos como personas, indiscutiblemente. Con el paso de los años la vida nos otorga las experiencias de todo lo que vivimos, y estos sentimientos, ya sean físicos tales como el dolor, el hambre, la enfermedad, el cansancio… o mentales como la alegría, el amor, la compasión, el odio, la envidia… forman nuestra personalidad, y esa personalidad —de la cual Jorge Luis Borges decía que no es más que una transición consentida por el engreimiento y el hábito— se acaba convirtiendo en nuestro “yo” irreal, en nuestro alter ego Kõji Kabuto.
   Ese “yo” irreal —o ego, para quien lo entienda mejor con este término— comenzó con una simple acción, con la de decir: Yo soy. En ese preciso momento es cuando el ego se hace dueño de nosotros, cuando decidimos que ese “Yo soy” es inmutable y permanente; pero como buenos seguidores y estudiosos del Dharma, sabemos que nada es permanente, todo cambia, todo está en un perpetuo movimiento, nuestra mente es transitoria, eso quiere decir que según como nos afecte —ya sea para bien o para mal— cada vivencia que vivimos, esta afectará a la vivencia siguiente, creando así desde nuestra infancia lo que vendrá a ser nuestra personalidad. Incluso la misma impermanencia es impermanente.
   Si a esta enseñanza budista de que nada es permanente le sumamos la de que nada existe por sí mismo, sino por una serie de interdependencias, ¿Cómo va a existir ese “Yo” del que tan orgullosos nos sentimos? Neguemos pues, la existencia de nuestro “yo” sin dudarlo ni un minuto… o no.
   Según la filosofía taoísta, al principio todo era la misma cosa, solo en el momento de comenzar a otorgarle un nombre a cada cosa fue cuando se creó la dualidad, por ejemplo: Al decir que algo estaba bien se creó lo que estaba mal, al decir que algo era feo, se creó la belleza, y para terminar con el ejemplo, al darle nombre al “yo”, se creó su contrario, el “no-yo”. Este “no-yo” es la realidad de lo que somos, pero no nos afirma nuestra existencia, tan solo reafirma la inexistencia de una sustancia o esencia —ya sea alma o ente intrínseco— inmutable en el individuo. El psicólogo e investigador José Bermúdez Marcos dice en relación al tema: “El “no-yo” se refiere a la no existencia de un “yo” eterno y separado del mundo”. Y es al atribuir una realidad objetiva a todo lo que nos rodea cuando alimentamos y acumulamos una multitud de sensaciones como apego, hostilidad e ira. El “no-yo” es la ausencia de un alma; es la carencia de un “yo” —o ego— con una existencia por sí mismo; es darse cuenta de que en realidad Kõji Kabuto no es más que ese amigo imaginario que todos hemos tenido en la infancia. A esto se le conoce también con el término sánscrito Anátman —ausencia de Atman o alma—. Incluso a Buda se le conocía también por el nombre de Anattá-vadi —maestro de la insustancialidad, en sánscrito—; una de las enseñanzas del maestro de maestros era la de que si todo cambia, entonces no puede haber una entidad permanente al ser. A esto volvemos a preguntarnos: ¿Debemos negar rotundamente a nuestro “yo”? A decir verdad ambos comparten existencia, coexisten en la realidad —ya que el budismo considera “yo”, “me” y “mí” convenciones necesarias para poder operar en la vida diaria—, pero solo somos conscientes de la existencia de nuestro “yo” irreal por la ignorancia sobre ello. No debemos olvidar que el “no-yo” es un elemento de práctica y meditación, no hay que darle la convención de religiosidad convirtiéndolo en una fe ciega.
   La toma de conciencia del “yo” inexistente y del “no-yo” nos brinda una herramienta práctica y preciosa para poder comenzar con lo que sería la reducción de nuestro ego. Parafraseando de nuevo a Tenzin Gyatso: “Sin conocimiento de la vacuidad de la existencia inherente del sí-mismo no hay ninguna posibilidad de alcanzar la liberación de nuestro miserable estado”; ya que esa adhesión a ese “sí-mismo” o “yo” alimentará de forma compulsiva nuestras experiencias de aflicción, experimentando de este modo lo atractivo o repulsivo de una cosa o persona, por ejemplo.
   Recapitulando un poco; ya tenemos conciencia de que el “yo” no existe, o que lo hace, pero no de esa forma intrínseca que nos empeñamos en darle. Entonces, si nada existe por sí mismo, ¿Qué pasa cuando nos morimos?
   Según los nihilistas la conciencia y la conciencia del “yo” son productos del funcionamiento del cerebro —al igual que la mente—. El “yo” toma forma en la niñez, madura con el paso del tiempo y opera durante toda nuestra vida, y al llegar esta a su fin, el “yo” se extingue. A los budistas nos puede parecer esta una visión un poco pesimista, pero totalmente respetable como cualquier otra; no olvidemos que el resto de personas no budistas también opinan que la enseñanza de Buda de que la vida es sufrimiento también les parece de lo más desesperanzador. Por otro lado, los budistas creemos que nuestra cualidad fundamental de claridad y conocimiento no termina en la muerte, su continuo es incesante; y que si hubiera un final total del “yo” sería una aniquilación total, una oscuridad completa; la “nada” de la que habla Michael Ende en La historia interminable.

En resumidas cuentas, El “yo” no existe como tal, pero forma parte de nosotros, pues junto con el “no-yo” forma lo que los taoístas llamarían: un Yin Yang perfecto. No debemos ofuscarnos en eliminar a este “yo” por completo, sino más bien a domesticarlo de alguna manera —ahí el reto—, en no apegarnos a él como una realidad inmutable e indiscutible, y sí en aprender a escucharlo para poder decirle: Shhhhhh, calla, ahora no.
   Sé que todos y todas estaréis pensando: ¿Y por qué no nos has puesto este párrafo al principio de todo, evitándonos tener que leer este tocho infumable de dos mil trescientas veinticuatro palabras? Pues porque qué tenéis mejor que hacer que pasar un buen rato entre amigos meditando sobre el “yo” y el “no-yo”… Ah sí, ya sé, vivir vuestras vidas.

Y para despedirme os comentaré una duda existencial que hace mucho que me ronda por la mente: Sí Kõji Kabuto era el “yo” de Mazinger Z, ¿podría serlo yo de Godzilla?